El llanto de la urraca

escribe Nicolás Piva▹
Notas de amor de urracas y de muerte. ¿Cuánto cuesta enterrar a nuestros muertos?



Alguien explicó alguna vez que la urraca se encuentra entre las aves más inteligentes del mundo, y aunque en nuestro continente no abunden, todos sabemos que hacen un ruido espantoso y se juntan a charlar a los gritos. Desde hace mucho tiempo, los hombres sospechamos que estas aves están tramando algo: ya Ovidio en el Libro V de su Metamorfosis muestra la transformación de las Piérides, las famosas doncellas que osaron desafiar a las Musas, en urracas y comenta que “también en estos alados su locuacidad primitiva ha permanecido / y su ronca garrulidad y el afán desmedido de hablar”. Sin embargo, también es cierto que históricamente hemos exagerado algunas actitudes animales, posiblemente en el afán de proyectar nuestras inquietudes. Esto no se plantea para desmerecer la inteligencia de las urracas, quienes han probado su capacidad para reconocerse en un espejo, sino para introducir un problema que hemos proyectado sistemáticamente en cualquier lado: ¿Cuál es nuestra actitud frente a la muerte? ¿Cómo formulamos este ritual? ¿Es necesario el luto? Y ahora sí podemos dejar en paz a las urracas: ¿es esto un funeral o es nuestra forma de empatizar con una cara del luto? ¿Qué buscamos en el llanto de la urraca?




De cualquier manera, lo que deberíamos decodificar no es únicamente nuestra reacción ante la muerte, sino las impresiones y rituales que se gestan a partir de la cercanía con la misma: ¿quién no imaginó su muerte alguna vez? O, si no la muerte, el funeral, por lo menos; ¿y la muerte de un ser querido? ¿Cómo nos afectó la muerte de un ídolo? ¿Cómo nos afecta la muerte de gente que ni siquiera hemos conocido? ¿Por qué homenajeamos a nuestros muertos del modo en que lo hacemos? ¿Qué tanto los recordamos?
El historiador francés Philippe Ariès se hizo cargo del problema a partir de una idea bastante obvia, pero que por lo general olvidamos: la muerte ha cambiado muchas veces y nuestra forma de honrarla también. Con fidelidad innecesaria hacia cierto estilo repetido, describiremos de modo pacato las hipótesis de este buen hombre compiladas en su libro La muerte en occidente (1977). Ariès plantea cuatro cortes posibles. El primero sería la muerte amaestrada, que toma como referencia la Baja Edad Media. Durante este período, el autor muestra que la muerte era un elemento más de la vida cotidiana y era recibida casi familiarmente: los moribundos —al igual que muchos animales— se dan cuenta de que la muerte los acecha y disponen todo para la espera. Philippe saca conclusiones rápidamente:
 “La muerte es una ceremonia pública y organizada. Organizada por el propio agonizante que la preside y conoce su protocolo […] La habitación del enfermo se convertía entonces en un lugar público […] Convenía que parientes, amigos y vecinos se hallasen presentes. Traían a los niños: no había representación de una habitación de agonizante hasta el siglo XVIII sin unos cuantos niños”
Es por esta familiaridad, que considera el posible ‘amaestramiento’ de la muerte. Pero por las dudas señala: “No quiero decir con ello que antes la muerte se hallara en estado salvaje, por haber dejado de serlo. Quiero decir, al contrario, que hoy se ha vuelto salvaje”.
Por otra parte, el problema sobre la relación entre vivos y muertos que habían tenido otros pueblos de la antigüedad, como los romanos, que en las Doce Tablas prohibían los entierros en la zona del pomerium (frontera territorial-espiritual), en este momento de familiaridad, desaparece. La hipótesis de Ariès nos sirve para especular: dice que “la cosa no empezó tanto con el cristianismo, sino con el culto a los mártires, de origen africano”, lo que provocó que los entierros empezaran a hacerse ad sanctos, junto a los santos (o lo más cerca posible), ya que algunos creían que la mezcolanza de huesos los protegería en el más allá. Ya podremos utilizar esta referencia del peso de la cultura africana sobre los entierros occidentales para pensar qué ocurre con las despedidas musicales que los habitantes de New Orleans brindan a sus muertos.
Más adelante, encontraríamos la muerte propia; así denomina el autor al momento de reconocimiento de la individualidad. Si durante el período anterior la gente se veía identificada por un sentido colectivo de la vida —debido a la temprana socialización—, ahora hay representaciones que permiten un reconocimiento de la propia muerte. El ejemplo más claro está en la forma de comprender el Juicio Final, donde la muerte no tiene que ver con nuestro tiempo físico, sino con el final de los tiempos. A su vez, cerca del siglo XV aparecieron las ars moriendi, textos que explicaban el protocolo para tener una buena muerte. Este texto, posible consecuencia de la peste negra, mostraba una nueva representación de la habitación del enfermo, donde distintos seres celestiales acudían para disputar el juicio sobre la vida del moribundo, en la lectura del texto se comprende que el juicio realizado es en realidad una “última tentación” donde las acciones de toda una vida despiertan reacciones: de estas reacciones dependerá todo, ya que el Jucio tiene su resolución en ese instante. Philippe entiende que “la iconografía de las ars moriendi reúne en la misma escena la seguridad del rito colectivo y la inquietud de una interrogación personal”; y nosotros leemos que a este momento histórico debemos la frase “vi pasar mi vida delante de mis ojos”, expresión recurrente cuando alguien cree que estuvo por morir.
En resumen, durante este período aparecen los muertos en la ciudad y se formula una conciencia del propio cuerpo, pero a medida que los restos se apilaban cerca de santas estatuas, también surgió el rechazo al cuerpo en descomposición. Según Ariès, la descomposición “es el signo del fracaso del hombre, y así se explica el sentido profundo de lo macabro, hasta convertirlo en un fenómeno nuevo y original”. Es posible que por esta concepción se formulara un nuevo arte funerario: de inscripciones, estatuas y representaciones que reemplazaran el rechazo del cuerpo.
Un tercer período, caracterizado como la muerte ajena, tiene su introducción en el pasaje de los temas de la muerte al plano erótico. Aparecen las asociaciones de la muerte y el amor[1]; y, progresivamente, la muerte que hasta entonces era parte natural de la vida se transformó en ruptura. Coincidiendo con esto, la formulación de los testamentos, que hasta hacía poco especificaba la forma de la sepultura y el ritual religioso, ahora cambiaba a una mera formulación de la repartija de bienes. Sea porque la institución se laicizó o porque la esfera de los afectos y creencias ya no necesitaba estar a cargo de instituciones y podía confiarse en los parientes, esto conforma testimonio del cambio, de la transición que evidencia la ruptura. La muerte afecta a la gente cercana al muerto, que se hace cargo. Así, la despedida de los moribundos se ritualizó pero con el precepto de que los familiares estarían compungidos. Es interesante, a su vez, pensar esta forma del luto social como un sistema de contención. Dice Ariès:
“Así, desde finales de la Edad Media hasta el siglo XVIII, el duelo tenía una doble finalidad. Por un lado, exigía que la familia del difunto manifestara, al menos durante cierto tiempo, una pena que no siempre sentía. Este tiempo podía reducirse al mínimo por obra de una boda apresurada, pero nunca llegaba a abolirse. Por otro lado, el duelo también servía para que los que sobrevivían contrarrestaran los excesos de la pena que sinceramente les afectase. Les imponía un cierto tipo de vida social, visitas de parientes, vecinos y amigos, visitas de rigor y que facilitaban el desahogo de la pena, sin que por ello las actitudes transgredieran los límites fijados por las conveniencias.”
Sin embargo, el período de la muerte ajena se encuentra debidamente formulado con el arribo del siglo XIX. El protocolo se exagera: histeria, llanto y desconsuelo colman el territorio del luto. Ya no se trata sólo de la muerte propia, sino que el fantasma de la muerte de otro acecha. Las imágenes en la literatura son recurrentes, las imágenes de mujeres llorando recorren toda Europa y llegan hasta la guerra civil norteamericana. Hay una exageración del gesto que se repite: si muere un ser querido, la gente se desmaya, golpea el piso y derrama lágrimas durante días enteros sin descanso.
El recorrido realizado hasta aquí por Ariès nos permite repensar lo sucedido con cierto culto a las tumbas que se terminó de formular durante el siglo XIX. Si el iluminismo le echó en cara a la iglesia que era una vergüenza cómo apilaba muertos pestilentes por todos lados, después no supo hacerse cargo de la ansiedad general por ir a venerar al muerto en lugar de aceptar de buena gana la muerte. Algunos coquetos metían los restos en frasquitos, otros querían enterrarlos en el jardín y otros por poco los vuelven a meter en la cama, con tal de no volver a la vieja tradición de dárselos al cura. ¿Cuál era el problema? La misma individualización. Lo que querían los cercanos al difunto era, ni más ni menos, que su cachito de tierra para ir a hacer gestos solemnes. En muchos lugares, los cementerios fueron trasladados al exterior de las ciudades, hasta ubicarlos en grandes extensiones de tierra, parques donde los propietarios de tumbas podían ir, en trenes o carros a pasear y a sufrir porque algún afecto había expirado.
Mucho de este aspecto hemos heredado, aunque como veremos tiende a desaparecer. Ya para 1960 (y para continuar con el fetiche europeizante y afrancesado), Julio Cortázar se reía de algunos aspectos del ritual en “Conducta en los velorios”; y se le sumaba el muchas veces reflotado Georges Brassens, quien no sabía si reírse del tradicionalismo exagerado, de las clases adineradas o de un problema incluso más actual: los muertos de dos guerras que afectaron a todo el mundo.




Para acercarnos a una conclusión, comentaremos el período final que Ariès delimita: la muerte prohibida. El autor se sirve de la teoría de Gorer, quien hacia 1955 declaraba que la muerte había desplazado al sexo de los temas tabú en nuestra sociedad, para mostrar cómo hemos fragmentado nuestra relación con este truculento asunto. El proceso se vislumbra hacia finales del siglo XIX, cuando comienza a ser un problema la verdad frente a la muerte: un cuadro así presentaría al grupo de parientes que no quieren comunicarle al moribundo la gravedad de su salud, con gente murmurando las últimas novedades en el cuarto contiguo sin animarse a ver el rostro de la muerte o ser los verdugos que la sitúen en la cara del ser querido. La situación se extiende cuando el silencio se traslada a la sociedad: no importunar al moribundo, no importunar a los amigos, a los vecinos, no importunarse —así, impersonalmente—, hasta finalmente olvidar que la muerte es un hecho común. Esto se agrava, como dice Ariès, con las guerras y la aparición de grandes hospitales. La muerte ya no es un fenómeno propio de la naturaleza, sino que los médicos han perdido la batalla y el paciente “se les fue”. Y muy pronto esa ecuación también cambia, dado que el paciente, en lugar de ir al hospital por el conocimiento médico, “acabará yendo al hospital ya no para curarse, sino precisamente para morir”.
Dejaremos sin especificar los argumentos finales de Ariès, para actualizar algunos puntos. Sin embargo, la premisa principal se mantiene: la vida ha decidido priorizar la idea de felicidad colectiva, antes de aceptar los procesos vitales según los conocemos por experiencia propia. La visión Coca-Cola de la vida es trasladable a la prohibición de la muerte: en el país de las oportunidades y el progreso, ni la muerte interrumpe el american dream. Es por eso que los embalsamados aparecieron impecables y por montones, o que se ha desarmado la experiencia de la muerte. Ya no podemos decidir si la muerte es eso que vemos venir, si ocurre cuando perdemos la conciencia, cuando el médico nos desenchufa o cuando, en las redes sociales, nos dejan mensajes explicando cuánto nos extrañan. Todo se articula en la industria de la muerte. Como dice nuestro amigo francés “no es fácil vender lo que no tiene valor al ser demasiado común y familiar, ni lo que asusta, horroriza o apena. Para vender la muerte, hay que darle un aspecto amable”.
Y cuando no amable, heroico. Los aspectos que el capitalismo ha dado a la muerte son siempre funcionales, y ha hecho de los muertos en guerras ridículas una expresión nacionalista —igual de ridícula, por otra parte. Ariès le hecha culpas al positivismo Comteano por la veneración de las grandes figuras nacionales, sin embargo, una cosa no quita la otra. En todo el mundo se celebra la muerte sin que el Estado sea mal visto cuando entierra miles de caprichosos muertos, siempre que lo haga prolijamente. Pero atención: si nuestro muertos son nuestra cultura, bienvenido sea, pero no sin recordar el acertado razonamiento de Benjamin: “no existe documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie”; y aceptemos que muchos de nuestros muertos son ferozmente omitidos[2].
La vida fragmentaria que nos provee el capitalismo no es una novedad. Entendimos, a esta altura del partido, que se ha mancillado nuestra experiencia, nuestra capacidad de valorar un proceso histórico que incluya pasado, presente y futuro. Y en pos de esta fragmentación es que se nos tilda de ‘morbosos’ si hablamos de la muerte, si nos quejamos que han asesinado a nuestros familiares, hospitalizado a nuestro vecino o desaparecido a generaciones enteras en terrorismos de Estado.
No es casual que durante los últimos cuarenta años hayamos discutido —desde Francia hasta acá— el problema del cuerpo. Pensadores de todo campo trabajan con la temática porque ha sido sistemáticamente ‘prohibida’ (¿sexo / muerte?). Tal vez la problematización no nos alcance. Tal vez necesitemos el luto, pero entendido como un proceso social, lógico, comprensible, incluso historizable. Para actualizar el problema: el luto ha sido pospuesto muchas veces y reemplazado con lucha; y esto mismo es una forma de socialización posible. Tal vez haya que imitar a las urracas y pegar unos cuantos gritos.

Por algo será que la pregunta vuelve: “¿Qué buscamos en el llanto de la urraca?”.



[1] Tirado de los pelos. Las coincidencias entre el amor, la muerte y las urracas en Leo Maslíah aquí.
[2] Incluso en esta nota, los muertos americanos, desde las momias incas, hasta los durmientes en posición fetal que recorren nuestro país, el culto a San La Muerte, o la posibilidad de pagarle a una llorona, han sido muy postergados.


Ilustración por Julián Rodríguez F.Mayo/Junio 2015