La juventud está perdida

escribe Nicolás Piva▹
Venta de humo: la historia de Daisy Ashford se mezcla con absolutamente todo. Carbón, Revolución Industrial, pan y circo.

La juventud está perdida. No hay nada más que hacer, pudo haber dicho la Reina Victoria mirando el nuevo mundo que la producción industrial nos iba a dejar. Estaban en formación todas las pinturitas que se legaron del siglo pasado: máquinas que comen hombres y hombres que son máquinas; todo lleno de ese hollín que trasmiten un par de caras; las chimeneas grandotas que imaginamos en el colegio cuando alguien dice “Revolución Industrial”; asquerosidades: prostitución infantil, explotación, burgueses enriquecidos, lugar a un montón de terminología seria que no alcanza la seriedad suficiente. Y en el medio de esa linda foto, a uno de los graciosos de siempre se le ocurre decir que la juventud está perdida. Claro que nadie se dio cuenta por las chicas de diez años que quedaban embarazadas, culpa de la prostitución, sino porque la nieta de un magnate del carbón resultó ser un bicho raro que figuraba en los diarios. Daisy Ashford, con tan sólo nueve años de edad, desató el escándalo y la polémica en las esferas de la alta cultura de 1890.
Los ‘fenómenos’ eran un arma de doble filo por aquel entonces. Por un lado, entretenían en espectáculos de todo tipo: circo, festivales, vaudevilles, ferias, todos eran escenarios adecuados cuando se trataba de mirar tipos deformes o capaces de proezas ridículas. Pero por otra parte, resultaban ser evidentemente marginados por la sociedad en su conjunto; basta recordar sino al entrañable Hombre Elefante. Así fue vista Daisy cuando a los nueve años sus historias parecían las de un adulto; y esa idea volvería luego a duplicarse en manos de la burguesía. Es gracioso pensar en tipos que se vestían apretando con ligas sus pantalones, intentando que la sangre no circulase, como los mismos que señalando con el dedo decidían quién cuajaba lo suficiente en el rubro de lo normal. Esta misma subjetividad en la elección, que estaba algo más definida para los muchachos de Freaks (1932), la gran película de Tom Browning que sugiere este problema, fue lo que hizo de la señorita Ashford un inconveniente para las mentes cerradas y con problemas de circulación sanguínea de la época. Los tipos estos tuvieron serios problemas para definir si se trataba, dentro de sus estándares, de un fenómeno de circo o de una mentirosa. Es posible que no fuera ninguna de las dos cosas pero no hay que subestimar tampoco los embates de un tercer actor. La prensa hace maravillas. Los canillitas sabían el método y no pasó mucho tiempo hasta que los medios de prensa burgueses se adueñaran del mecanismo: ULTIMO MOMENTO: SANGRE, MUERTE Y ADULTERIO: la forma del sensacionalismo se pega con tinta al papel. Es seguro que Daisy no fue ni bicho raro ni tramposa, pero si para la prensa fue ambas, también lo fue para los señores que señalan con el dedo. La juventud está perdida, pudo haber dicho alguno, y se pegó con tinta hasta el día de hoy.
Daisy Ashford nació en 1881 en Petersham, Inglaterra. Si bien fue nieta del magnate, en verdad su madre, Emma, había sido marginada de aquella herencia cuando huyó para casarse con un muchacho. Sin embargo, Henry (el muchacho en cuestión), no es el padre tampoco, ya que falleció dejando a Emma con cinco hijos y poco dinero. Margaret Mary Julia “Daisy” Ashford fue hija del segundo esposo de su madre, Willie, un pibe que vivía muy cómodo de sus rentas. Su infancia transcurrió felizmente entre hermanos y hermanastros: los padres se hacían los locos e incentivaban a sus hijos constantemente para que se perfeccionaran en distintas artes y disciplinas. Así como unos juegan con pelotas o muñecos, Daisy escribía. Tanto así, que para sus catorce años ya había dictado o escrito distintas historias: The Life of Father McSwiney (la biografía ficticia de un cura), Mr. Chapman Bride (una novela que se perdió), A Short Story of Love and Marriage (historia graciosamente dividida en dos capítulos que se titulaban Love y Marriage), A Woman’s Crime (una obra de teatro perdida); así como también había escrito The Young Visiters (la historia que interesa a esta nota), The True Story of Leslie Woodcock (otra historia), Where Love Lies Deepest (otra historia más) y por último, The Hangman’s Daughter (su último y más laborioso trabajo)[i]. A pesar de lo prolífico de su escritura, después de eso no volvió a escribir. A los catorce años se fue a una escuela de monjas y sus cuadernos quedaron debidamente tapados de polvo, como suele pasar con los cuadernos en general.
Aun así, la historia de Daisy y Las jóvenes visitantes trascendió al polvoriento olvido de un montón de cuadernos. Años después, cuando su madre murió, los cuadernos fueron encontrados; además, como también suele suceder, siempre hay un amigo chismoso que decide acercar los manuscritos a un editor. Frank Swinnerton vio el negocio como quien se encuentra con Batman re loco en las calles de Buenos Aires, o como quien decide poner a un oso hormiguero con anteojos de sol a cantar canciones mundialistas. “Con esto la pegamos” le contó a sus amigos de la editorial Chatto & Windus y en 1919 apareció la edición de Las jóvenes visitantes, que conservaba los errores del manuscrito, para enfatizar el milagro autoral de una piba de nueve años (aun cuando la simpática Daisy estuviera cumpliendo los treinta y ocho).
La repercusión fue automática: la alta cultura leía ferozmente para poder criticar al bicho raro o para aclarar el asuntito y la prensa fogoneaba la polémica. Curiosasamente, en medio de la disputa James Barrie, el autor de Peter Pan, ligó un par de bifes. El autor había escrito sobre niños que nunca crecen y prologado el libro de Daisy muy efusivamente; era lógico para un montón de tipos unirlo a la autoría del libro. Trató de desmentirlo en repetidas ocasiones: “les juro, lo escribió la piba”, pero no tuvo grandes resultados y finalmente decidió alejarse de la polémica. La figura de Daisy circuló entre fenómeno de circo y mentirosa compulsiva durante algún tiempo, sin embargo, el eje de la crítica dio un giro fantástico de la noche a la mañana. Alguno leyó con cuidado el libro y tuvo el mayor de los problemas: le gustó mucho. La historia, que los lectores de El Pez Digital podrán descubrir en español gracias a la traducción de César Aira para Eudeba (1997), está llena de chistes, ironías y, sobre todo, de acción: los personajes saltan de un problema al otro sin interrupciones, no hay vueltas descriptivas, ni pausas o digresiones exageradas. Y, aparentemente, a alguno le gustó tanto que no pudo dejar de preguntarse: “¿cómo incorporar esta herejía a la cultura?” Admitir eso que había sido lapidariamente caratulado como fenómeno de circo era una complicación para la cultura dominante. ¿Cómo leer sin culpa? El sensacionalismo se pega, pero eso no le quita lo efímero. La falta de contenido de un titular es siempre intercambiable. ¿Cómo podrían aceptar los disparates de una nena de nueve años y reconocer que se habían equivocado? Fue entonces que el milagro apareció: Daisy, así como la prensa, cambió de título: ¡NIÑA PRODIGIO!, si los austríacos tuvieron a Mozart, por qué el imperio victoriano no podía tener un milagro de las letras. La juventud está perdida —eso se mantiene, claro—, pero siempre hay alguna excepción a la regla. El fenómeno, como prodigioso, daba lugar para quererlo: de la periferia al centro de la cultura en un minuto, el libro de Daisy fue aceptado y declarado, por la prensa y las voces antes críticas, como fruto de la genialidad, y desde ahí evolucionó hasta lo que figura hoy.
Habría que detenerse sobre esta cuestión. Daisy fue leída como un ‘bicho raro’ y ahora como ‘literatura de culto’, pasando en el medio por niña prodigio. Abundan en este pasaje los problemas de lectura sobre la figura del autor o sobre la producción cultural. En cuanto a este asunto, Aira comenta en el prólogo de su traducción:
“A la niña que jugaba a ser escritora no podemos leerla, desde nuestra época, sino como una escritora disfrazada de niña. En esta discrepancia está uno de los secretos de la literatura. La construcción de escritor, la creación de su mito personal, se hace mediante el sacrificio de la figura legitimada del escritor en su presente. El que cree ser escritor, por muy equivocado que esté, se transforma en escritor de verdad por efecto de la lectura, que nunca es una ilusión. […]”
El autor aparece sólo como una función móvil (podría decir algún francés), tanto puertas para adentro, como para afuera, en relación con su contexto: la recepción sobre la figura de autor entra en conflicto con la esfera de la burguesía incipiente. Únicamente puede reconstruirse el camino cuando el producto ha sido incorporado por los actores dominantes de la cultura. El efecto de la lectura convierte a Daisy en escritora, como dice Aira, pero el desmerecimiento inicial pudo tranquilamente destruir esta figura, así como también la obra entera. Logra reincorporarse como material de lectura hoy, porque fue admitido a tiempo, porque el título mutó en el momento justo. El lugar de ‘niña prodigio’ permitió devolver al texto su función, dio lugar a la confrontación en la lectura, lugar donde disputa su rol en igualdad de condiciones.
Es posible que el lugar  periférico de distintos actores de la cultura continúe hoy en día minimizado. La juventud está perdida, ha dicho algún diario que no sabe lo quemada que está la frase; y aun cuando es probable que ni esté perdida, ni que sean unos mentirosos. En todo caso, habría que estar atentos y darse cuenta a tiempo. También es posible que si Daisy pasó de freak a literatura de culto, los grandes referentes culturales del futuro se encuentren escondidos en los archivos de Crónica TV, que los participantes del programa de Anabela Ascar sean desmerecidos injustamente, o tal vez no, pero habría que chequear. Lo cierto es que Daisy Ashford escribió un muy lindo libro; por ahí habría que prestarle más atención a eso y menos a lo que se dijo, o lo que esta nota dice.
 

[i] Traducción en orden de los títulos: Vida del Padre McSwiney; La novia del Señor Chapman; Una breve historia sobre el amor y el matrimonio; Crimen de mujer; Las jóvenes visitantes; La verdadera historia de Leslie Woodcock; Donde el amor descansa más profundamente; La hija del ahorcado.

Ilustración por Julián Rodríguez F.Julio 2014