La señorita Olga

escribe Antonio Doval▹
Los pibes contentos: una maestra re piola. Tanto, que la gente decía: "¡Qué maestra más piola!". Con ustedes, la señorita Olga.


Hay que ir a la escuela... ¿Hay que ir a la escuela? Hay que instruirse, hay que aprender, sí, claro, ¡pero la escuela es tan aburrida! Como algo natural que nadie se pregunta de dónde salió pero que todos respetan, como un largo resfrío o un viaje incómodo en tren, la escuela se ve reducida a un trámite engorroso que hay que pasar; y lo que es peor, en general esta visión la comparten los estudiantes y los maestros por igual. Como un oficinista que tiene papeleos que hacer, el docente tiene clases que dar, y junto con sus alumnos enfrenta la rutina con la misma indiferencia y el mismo cansancio. No sé si alguna vez fue verdaderamente diferente, pero hoy “hay que ir a la escuela” es lo mismo que decir “hay que lavar los platos”: a nadie le gusta hacerlo, pero menos gustan las cucarachas. Muchos padres de hoy mandan a sus hijos al colegio solamente porque es obligatorio, o porque saben que ahí los entretienen durante el día, les dan algo para comer y los mantienen fuera de “la calle”. Claro que tampoco es que haya que volver a esos “viejos tiempos” de las disciplinas y castigos, ¡ni mucho menos! Muchas cosas hicimos mal, pero lo peor quizá fue olvidar esos casos en donde sí hicimos las cosas bien —o, aunque sea, mejor—, que no han faltado tampoco.
Hoy quiero recordar una de esas veces, que empezó hace casi ochenta años pero acá nomás, en la ciudad de Rosario. Por entonces, cuando las mujeres todavía no tenían derecho al voto y la política argentina estaba marcada por la infamia, dos jóvenes maestras hermanas decidieron poner en práctica sus ideas de una nueva educación, y —gracias a las experiencias que habían tenido previamente en otra escuela— comenzaron en el año 1935 el proyecto de “Escuela Experimental” que daría de qué hablar a artistas e intelectuales por más de una década. En ese año Olga Cossettini fue nombrada directora de la escuela “Dr. Gabriel Carrasco”, ubicada en el barrio rosarino de Alberdi. Desde entonces, junto al cuerpo de maestras de la escuela —entre las que se encontraba su hermana Leticia, artista de sólida formación— se propuso buscar una forma diferente de enseñar, tomando los mismos programas que el Estado designaba pero traduciéndolos en una lógica de aprendizaje y enseñanza completamente distinta a la tradicional. En este marco realizaron periódicamente salidas al barrio y exposiciones públicas de los trabajos realizados dentro de la escuela, así como presentaciones artísticas de teatro, baile, títeres y el pintoresco coro de pájaros, donde cada chico interpretaba un ave distinta, imitando su canto.
De la mano de Leticia, uno de los grandes pilares de la escuela fue sin duda la búsqueda de la liberación de la creatividad de los estudiantes. Desde el primer año, se ponían lápices y acuarelas en sus manos para que día a día fueran documentando en forma de dibujos, pinturas y relatos lo que estudiaban y veían dentro y fuera del aula. En el documental La escuela de la Señorita Olga[1] de Mario Piazza, una de las cosas que más resalta Leticia es la diversidad en el contenido de los cuaderno de los chicos, que mostraban a cada uno con distintas inquietudes o reflejando de diversas maneras los temas estudiados. Así lo describe Olga:
“En esa sociedad que es la escuela, el niño se mueve, actúa, es una célula viva: ser individual nutrido del elemento social que es la clase, la comunidad escolar. Al actuar adquiere conocimiento de sí, de sus fuerzas internas y forma su personalidad que cada día se manifiesta con perfiles propios, originales, distinta de los demás; pero al mismo tiempo se acentúa en él la necesidad de vincularse, de buscar contacto, de formar parte de la sociedad.”
La cita es del libro El niño y su expresión, escrito en 1940 y firmado por la escuela en su conjunto. En él se cristaliza una teorización de la experiencia de la escuela, tanto desde las ideas que en un principio rigen e incentivan el proyecto como las conclusiones y observaciones que derivaron de sus —por entonces— cinco años de práctica. Además, el libro incluye un conjunto vasto de poesías, dibujos, pinturas y otros trabajos de los niños de la escuela (todos de entre 9 y 14 años), tratados como verdaderas obras de arte: con su estética propia y en tanto reflejo de concepciones y experiencias dignas de interés, no solo pedagógico, sino también puramente artístico. Un antecedente de este libro es la conferencia que da Olga en 1939 durante una muestra de los trabajos de los estudiantes de la escuela “Dr. Gabriel Carrasco” en el Museo Castagnino de Rosario. La publicación de este libro, distribuido por todo el país —e incluso con cierta llegada internacional— fue clave para formar la vasta red de figuras reconocidas de las artes y la cultura que visitarían y darían su apoyo a la escuela en años sucesivos. Entre ellos, se encontraban: Julio Cortázar, el filósofo Francisco Romero y la poeta y pedagoga chilena Gabriela Mistral.
Se nota así la importancia del arte en la escuela, pero tanto Leticia como los ex-alumnos entrevistados en el documental de Piazza resaltan, sin embargo, que el propósito de la escuela en ningún momento era formar artistas, al menos no en un sentido estricto. Porque no se buscaba formar escultores, actores o pintores, sino individuos con la capacidad de apreciar el mundo y el arte, personas con la sensibilidad creativa desarrollada en la vida cotidiana, sin importar que más tarde esta sensibilidad fuera plasmada cada tanto en un lienzo, o no. Al mismo tiempo, la expresión artística era entendida como canalizador del aprendizaje, en tanto este era visto no como reproductivo sino como productivo. En los cuadernos de los chicos que se muestran en el documental, se pueden apreciar algunas acuarelas que detallan por ejemplo los experimentos que se hacían en el laboratorio, otras que ilustran los relatos de los vecinos a los que entrevistaban en sus salidas periódicas al barrio, y también unas más que muestran detallados dibujos y descripciones de flores e insectos de la zona.
“Es el contacto con el mundo viviente; es el choque de la imaginación con la realidad captada lo que crea en el niño un estado de gracia que pone en descubierto su espíritu creador, lo que hay de artista en él. [...] Dejar vivir, vivir con ellos, podría ser la fórmula síntesis de toda pedagogía.”[2]
Tras tantos elogios, es triste que este relato tenga que terminar con un final triste, pero la historia quiso que así fuera. Primero, la escuela es despojada de su carácter “experimental” por el entonces interventor del Consejo de Educación (nada menos que Don Leopoldo Marechal), limitando así la libertad de acción y experimentación de que gozaba hasta entonces y marcando ya el declive que terminaría con el fin de la experiencia en 1950, ya bajo el gobierno peronista. Acusadas de “comunistas” y “vendepatrias” —principalmente debido a su apoyo en las lecturas de teóricos europeos— Olga y Leticia son cesanteadas de sus cargos y la escuela Dr. Gabriel Carrasco es intervenida y rápidamente vuelta a la normalidad.
Con su experiencia de la Escuela Serena las hermanas Cossettini criticaron y mostraron que era posible romper con el modelo disciplinario y severo del colegio tradicional. Rompieron la barrera del aula, salieron al barrio, a la plaza, al río. Y así dialogaron no sólo con libros, sino con las personas, los lugares, la naturaleza; la historia la estudiaron hablando con los vecinos, chacareros y trabajadores; la biología analizando las flores que recogían del parque y los pájaros que oían cantar; la matemática midiendo las dimensiones de las plazas o el volumen de agua de las fuentes. Haciendo esto, que puede parecer trivial y anecdótico, reconfiguraron las relaciones entre maestros y estudiantes, entre escuela y barrio, entre escuela y ambiente y —quizá, lo más importante de todo— vieron por fin a los niños como se merecen. Lo enorme de esta experiencia, lo que cautivó a Cortázar y tantos más por lo menos lo suficiente como para mandarle una austera pero sentida carta a Olga, fue la concepción revolucionaria del niño: no como adulto incapaz, ni como esponja que absorbe conocimiento, ni como una hoja en blanco que llenar con fechas, nombres e ideas, sino como persona, persona que crea y que aprende viviendo y sintiendo. Persona que puede ser el sujeto de su aprender y no solamente el objeto, persona que, además, por uno u otro medio, tiene una capacidad creativa que puede y debe ser incentivada y acompañada. Esto es, creo yo, lo que tenemos que rescatar hoy de la Escuela Activa de Olga y Leticia, entre tanto lío, entre tanta pasividad de televisores y supermercados; a pesar de que, hoy mucho más que entonces, sea cierto lo que dijo Julio Cortázar en su carta de 1940 a Olga: “Su libro, señorita Cossettini [...], duerme acaso ya en anaqueles olvidados.”
 

[1] https://www.youtube.com/watch?v=KT3uiRq76GU
[2] La estética en la escuela, Olga Cossettini.

Ilustración por Julián Rodríguez F.Agosto 2014