Pudor absurdo

escribe Nicolás Piva▹
Fuertes declaraciones de un señor: “Las plazas sin estatuas de héroes, no tienen personalidad” y forzadas lecturas de un redactor. Los Barón Biza, como hemos podido contarlos.




Que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible

J.L.B.,  Tema del traidor y del héroe

De tanto en tanto, encontramos que la vida pareciera ser un circo, bastante pacato, montado para que el entorno (familia, amigos o enemigos) quede expectante, en el mejor de los sentidos. Déjà vus, poses y frases hechas testimonian algunos momentos de conciencia; sin embargo, no son pocos los casos en que estos instantes de inspiración son extendidos intencionalmente, y la puesta en escena subsiste en el tiempo. Sería insensato tildar tal fenómeno de hipócrita o falto de carácter, ya que se desprestigiaría a los inexorables artistas que las veinticuatro horas del día trabajan en pos de entretenernos e intrigarnos. Por este motivo, si quisiéramos creer que Raúl Barón Biza ha confeccionado una gran obra nacional, podríamos. Aunque, aun cuando lo hagamos, habrá quienes únicamente crean en su locura o su maldición.

ElL TRAIDOR

Raúl Barón Biza nació en 1899, el menor de cinco hermanos, en San Telmo, Ciudad de Buenos Aires. A pesar de ser el menor, cuando muere su padre el 26 de julio de 1925, se convierte en uno de los herederos más ricos de toda Sudamérica. Raúl escribía desde joven, y muchos de sus primeros escritos se han perdido con el tiempo, aunque aún se conserva el registro de algunos memoriosos.
Luego de la muerte de su padre, el adinerado joven viaja a Europa, tomando, como era habitual en estos casos, la ruta del desenfreno: cocaína, opio y diversos alcoholes alimentaban su hombría y condición de poderoso heredero. Allí, en la ciudad de Venecia, conoció a quien sería su primera esposa. Myriam Stefford era una joven actriz con muchas ambiciones, que no tardó mucho en encariñarse de Raúl.
Héroes silenciosos
Los “amigos de Barón Biza” son tres valientes que se han encargado de buscar, restaurar y reinstalar la obra de Raúl dentro del panorama de la literatura argentina actual. Su trabajo, anécdotas y generosidad están siempre en la web, desde hace un tiempo ya, en la página www.baronbiza.com.ar. Las citas y mayor parte del material utilizado por esta nota (o por terceros, seguramente) se deben al trabajo de estas tres personas
De regreso en Buenos Aires, la figura de Barón Biza adquirió renombre a base de excentricidades: con una casa construida frente a Plaza Francia y una compañera que paseaba amaestrando un leopardo, no había demasiado lugar para un bajo perfil, que por otra parte, nadie pretendía. La feliz pareja pronto devino matrimonio y constituyó su hogar en la Avenida Quintana. Sin embargo, el renombre de Raúl se transformaría lentamente con rencorosas injurias.
Su pasado como defensor de Hipólito Yrigoyen no le favorecía en su rol dentro de los sectores más adinerados de la población, los cuales vitoreaban el 6 de septiembre de 1930 la llegada de José Félix Uriburu al poder en forma de golpe de Estado. Con sus famosos dichos sobre la fecha en Por qué me hice revolucionario (1933), basta para comprender que las relaciones eran, cuanto menos, tensas:
“El 6 de septiembre una clase repudiada por el pueblo, los descendientes directos de aquellos asaltantes de caminos, la misma clase que importaba esclavos de África, explotaba al indio y aniquilaba a la raza originaria, los mismos descendientes de aquellos comisarios de campaña que hicieron que más de un gaucho se alzara, se habían adueñado, por un cuartelazo, del Poder. El Poder había sido asaltado para llenar las exhaustas cajas de los viejos ricos”
De hecho, Raúl intentará sublevaciones absolutamente fallidas junto con algunos grupos radicales, cosa que lo formará en la vida carcelaria de un preso político de la época —por entonces, los presos con dinero aun contaban con el lujo gramsciano de poder escribir, realizar huelgas de hambre y  abrir la boca para defenderse de los abusos.
Mientras tanto, la vida familiar continuaba enfocada en los berrinches de un radical adinerado y las inquietudes insatisfechas de Myriam. Uno de los “amigos de Barón Biza”, Federico Minolfi, comenta sobre lo que sucedió después:
“Stefford era una mujer bastante inquieta; y en ese momento compartía con Barón Biza la idea de vivir peligrosamente. Según la única versión disponible, que es la de Barón Biza, no quería que ella actuara más; y ella se aburría en las estancias, se aburría en la vida cómoda, y entonces descubre un capricho caro que es la aviación; obtiene enseguida su permiso de vuelo, pero no era una aviadora experta ni mucho menos.”[1]
El “Chingolo”, como se llamó el primer avión con que Stefford intentaría unir en un vuelo las provincias argentinas, sufrió graves desperfectos que detuvieron su viaje y que evidentemente constituyeron una advertencia. Aunque de poco servirán los guiños del destino, si no planean efectuarse con algo más de insistencia. Prontamente, el esposo de Myriam envió un avión nuevo y completamente igual al anterior —he aquí el desatino, por supuesto—, que se llamó “Chingolo II” y que, en su intento de superar a su tocayo, terminó estrellado en algún recoveco de la provincia de San Juan. Myriam Stefford Quiso Unir en un Abrazo Cordial las Catorce Provincias Argentinas y la Fatalidad la Venció, titulaba algún diario que no tenía ningún pudor en apodar a la difunta “La millonaria del deporte”.
Advertencias eran las de antes
Existen muchas leyendas alrededor de la muerte de Myriam Stefford. Entre ellas, se encuentran las versiones del llamado que recibió Barón Biza un día antes de la muerte. Dicen los que saben, que la voz del otro lado del tubo le deseó a Raúl: “Ojalá tengas que ir a buscar a tu mujer y la traigas en un cajón con todos los huesos rotos”

El 26 de agosto de 1931 fallecía Myriam. Cuatro años después, Barón Biza mandaría construir el mausoleo más grande de la República Argentina. Un año después, y con una maldición escrita dirigida a quienes profanasen la tumba, se finalizaba la construcción. Algunos dicen que las joyas de la difunta fueron enterradas con ella y es por eso que la tumba ha sido saqueada en más de una oportunidad, aunque, tal vez, la sensación de enfrentar a los demonios sea incentivo suficiente
Una vez traicionado por la fatalidad, Raúl profundiza la discordia con los miembros de su clase y comienza nuevas rebeliones contra Agustín P. Justo, flamante presidente del país. Por aquél entonces, los radicales habían perdido el poder y el pudor, y se debatían entre oficialistas al mando de Alvear y los abstencionistas de la FORJA. Si en algún momento el radicalismo pudo asemejarse a un hecho revolucionario, fue cuando Raúl conoció a Amadeo Sabattini, militante radical que acompañaba a los abstencionistas de Córdoba. No tanto por la historización del movimiento como por la fuerza de Barón Biza, quien lanzaba proclamas, era perseguido por el Estado y escondía armas para un levantamiento que ninguno de sus correligionarios aprobaría realmente.
La persecución termina en prisión y en la pérdida de poder de Sabattini, que debe refugiarse en Uruguay. Tras las rejas nuevamente, Raúl terminará su gran novela El derecho de matar (1933), que una vez publicada será víctima de interminables censuras: la crítica, los diarios y el Estado se encargaron de acusar de inmoral la obra y obstaculizar su circulación. Candelaria de la Sota comentaba:
“Escribió libros, no podríamos decir pornográficos, pero que tenían escenas muy fuertes, muy hot para la época. Ubiquémonos en los años treinta. Escenas de lesbianismo, de sexo explícito… en esos libros se mezclaban estas escenas tan fuertes de sexo con tremendas declaraciones de lucha social, reivindicaciones de los sectores más humildes, ideas superpuestas de anarquismo y marxismo, un gran collage de temas políticamente incorrectos”[2]
Con viejo porte anticambacereano, la aristocracia de la época se vio representada en una obra, que no por intimista olvidaba su ficcionalidad, y se mandó al muere… si bien es cierto que algunas razones podían tener para jugar a las siete diferencias: el siguiente relato, inserto en la novela, está inspirado en una de las fiestas que Barón organizaba en su casa, tal vez no con la mejor de las intenciones:
“Un día quise darles una fiesta que recordara sus antepasados. Quise arrancarles el antifaz encarnado en sus trajes de «soiré» y en la camisa almidonada del frac; y para que tuviera más carácter, para que no desentonara con sus espíritus, hice decorar mis salones simulando un barco, viejo barco velero, medio pirata, medio negrero. Una taberna en donde la débil luz de los candiles, hiciera surgir en sus cerebros el pasado cercano que habían olvidado. Estibas de bolsa para sentarse, barriles para comer, alimentos burdos que sus estómagos no recordaban ya, música del Mediterráneo, de Coruña, de Liverpool… y les exigí aun más… les exigí que llegasen rotosos, hambrientos, sucios, que sus mujeres se presentasen caracterizadas en pordioseras o prostitutas de puerto. Clero reía de mi ocurrencia, pero no sospechaba la ironía, el desprecio y el porqué no?, la venganza que me guiaba.
”Yo no creía en la vieja teoría de la voz de la sangre… del llamado del ayer… Y, hubo momentos que pensaba que los invitados a mi fiesta desentonarían, que los actores no podrían jugar, por falta de «entrenamiento», ya bien su rol; la actitud de todo ese conjunto me convenció prontamente de lo contrario, el alma de sus antepasados hablaba en ellos, nobles almas, dignos antepasados, dignos descendientes, siervos de aquellos señores de horca y cuchillo de las primeras épocas de las agrupaciones humanas, que se irguieron dueños de tierras y vidas: Señores de Pernada. Así pude verlos en protagonistas perfectos de lo que habían sido las veneradas figuras que ellos habían ennoblecido en los viejos países de Europa, cambiando por unos cuantos pesos, productos de la explotación del obrero, de la usura, por pergaminos y árboles genealógicos.
”Había tenido el poder maravilloso de hacer surgir en ellos, el espíritu de sus ancestrales… la escena era perfecta… había conseguido nacer espiritualmente cincuenta años antes y ver en sus gestos la «cocotte», mala imitación de «cocotte», el marinero, mala imitación de marinero, el atorrante, el pordiosero…”
Durante mucho tiempo Raúl es perseguido y tiene que esconderse en países vecinos. Hacia 1935, El derecho de Matar era reeditado con fuertes modificaciones.[3] A su vez, Raúl comienza una profunda alianza con Amadeo Sabattini, promocionando su campaña para la gobernación corbodesa. Por entonces, el escritor recibiría la noticia de que sus antiguos compañeros pactaban con Justo, de cara a las fraudulentas elecciones en que ganaría Jaime Gerardo Roberto Marcelino María Ortiz, antiguo miembro del radicalismo antipersonalista que había apoyado el golpe de Uriburu.
El traidor de clase, tuvo que traicionar a quienes tendieron su mano. Amadeo Sabattini lo había acompañado de cerca en sus huidas y ahora Raúl financiaba gran parte de su campaña. Fue en una reunión que el viudo conoció a la hija del político. Clotilde Sabattini era una joven militante al servicio de su padre, pero que sin embargo no tuvo mucho pudor cuando, enamorada de Raúl, decidió huir del país. Algunas semanas antes de que Sabattini se convirtiera en gobernador de la provincia de Córdoba, su hija y su aliado huían hacia Uruguay, donde muy pronto contrajeron matrimonio.
No hay un registro tangible del dolor que esta traición generó en la familia de Clotilde, sin embargo, el devenir de la historia podría dar algunas pistas. Fueron una pareja separada por los exilios políticos, las peleas exageradas y el carácter inestable de Raúl. Incluso eran frecuentes las huidas de Clotilde a la casa paterna. Magdalena Ruiz Guiñazú rescata una anécdota al respecto:
“En una de esas escapadas, Cony se fue de la residencia veraniega que ambos tenían en la localidad cordobesa de La Falda. Raúl no tardó mucho en ir a buscarla. Se dice que llevaba su pistola Colt 45 y balas de sobra como para cometer varios homicidios.”
En definitiva, el hermano de Clotilde, Tucho Sabattini, lo detiene para que no ingrese a la casa. Como era de esperarse, comienza un forcejeo que termina en disparo. Accidente, claro, pero eso no evita que la ingle de Tucho se vuelva un torrente de sangre, o que Amadeo, por la espalda, golpee a Raúl y lo deje inconsciente.
Algunos dicen que las inseguridades del esposo atacaban a la mujer. Militante y sagaz trabajadora de la educación, Clotilde continuaba una carrera que su familia alentaba, aun cuando Raúl se opusiera. Para 1958, era nombrada presidenta del Consejo Nacional de Educación. En palabras de Ruiz Guiñazú:
Sabattini sancionó por ley el Estatuto del Docente, fomentó la doble escolaridad, incluyó el estudio de un segundo idioma, creó ‘escuelas piloto’ y fomentó el perfeccionamiento para maestros. Clotilde despegaba mientras la estrella de su marido se iba apagando.
Aunque también es cierto que la relación nunca fue demasiado sana, y la prueba de ello es su desenlace. Sin importar los avatares de su vida personal o el tenor impúdico de sus publicaciones, Raúl estuvo destinado a la fama desde el momento en que decidió finalizar su matrimonio. El 17 de agosto de 1964 la caótica pareja se reunió por última vez en el departamento de la calle Esmeralda, junto con sus asesores legales. Luego de años de tensiones, acordaban los detalles de su separación. Las versiones del final son muchas, sin embargo, prevalece la imagen: Raúl ofrece bebidas, alcanza algunos vasos a los invitados y sostiene en su mano el de Clotilde; ella se acerca, extiende el brazo; él, contradiciendo el gesto, le arroja el líquido en la cara: no es descortesía, sino premeditación; se trata de algún tipo de ácido incierto, corrosivo, desfigurante; ella alcanza a salvar sus ojos con una mano, que sufre las mismas heridas que su rostro.
Raúl Barón Biza se suicidó horas después, con un tiro en la sien, después de haber fracasado con veneno. Clotilde vivió años de estoico sufrimiento por la reconstrucción de su rostro y regresó a su trabajo durante algún tiempo antes de suicidarse en 1978, arrojándose desde el balcón del departamento de la calle Esmeralda. El matrimonio tuvo tres hijos: Carlos, Jorge y María Cristina. En 1988 María Cristina siguió el camino paterno con su suicidio. Jorge, a pesar de sus esfuerzos, también se quitó la vida, el 9 de septiembre de 2001, volando desde un piso doce.

EL HÉROE

Algún conocido escritor francés hubiera preguntado por el absurdo de nuestra existencia. Diría que, sin importar nuestros esfuerzos, el hombre permanecerá ‘por fuera’ de la vida, del mundo, paralizado por la conciencia de saberse absurdo. Conscientes de nuestra falta de explicación, quedaría una única pregunta: ¿por qué no quitarse la vida? Si el hombre vive para el porvenir, y en ese futuro lo que nos espera es la muerte, ¿por qué negar el suicidio? Este mismo sujeto dirá que la única forma de evitar el suicidio es rebelándose a través de la creación, y que esa rebelión nos convertirá en héroes —dentro de una lógica absurda, claro, pero héroes.
Si Raúl Barón Biza denunció la carencia de héroes, si en algún momento intentó expresar este problema, puede que su hijo Jorge lo haya decodificado bellísimamente. Es posible que Raúl haya luchado para convertirse en un héroe absurdo, un tipo que se rebela erráticamente, que escribe para rebelarse y también es posible que sólo en su muerte radique su traición.
Jorge Barón Biza publicó El desierto y su semilla en 1998, después de cuidar a su madre y eludir los castigos mitológicos, moralistas o tramposos que la prensa adjudicó a su padre. Con ambiciones literarias seguramente más claras que las de Raúl, Jorge construye su novela a partir de la tragedia pero con una acertada evasión dialéctica de la pregunta. Si la prensa ha querido juzgar lo sucedido, él será el héroe que no pregunte, sino que muestre el valor enigmático de la tragedia, que trabaje con ese valor que no puede enfrentarse a la objetividad descriptiva del cuerpo sin perder la pulseada.
Muchas y mejores
Así serán otras lecturas del texto que podrían encontrar, ya que el objetivo aquí no será hablar del maravilloso libro de Jorge. Tal es el caso del prólogo a la bonita edición que ha hecho Nora Avaro para Eterna Cadencia o la nota que hizo en su momento Daniel Link para acercar el texto a los lectores en Página 12.
Daniel Link dio acertadamente la orden: “editen a Jorge, no sean pavos”. Es curioso cómo el tono confesional que la literatura argentina ha sabido manipular, desde Puig hasta los intentos del propio Link[4] entra en un proceso de cancelación constante en esta novela. ¿Cómo alejar la autobiografía? Tal vez la edición cuidadosa de sus textos eventualmente nos dé la respuesta.
Ni el título de “escritores malditos”, ni la insistencia en que la fatalidad hizo de Jorge un mártir y de Raúl un enfermo servirán para construir una lectura de lo sucedido. En El desierto…, así como en la vida, Jorge vuelve muchos años después al departamento de la calle Esmeralda. Allí encuentra la última novela de su padre:
“El libro es un torrente de resentimiento absoluto. Lo que en los años treinta había sido elogiado como su ‘capacidad de jugarse entero’, terminó a comienzos de los sesenta, en un grito de rencores estentóreos: odiaba a las mujeres, los deportistas, el Papa, amigos, los empresarios, los periodistas, las personas prepotentes, las personas serviles, los gitanos, los intelectuales…”
Se ha insistido en que él hace un esfuerzo por comprender a su padre y lo que ha ocurrido con su familia, pero que eventualmente fracasa. Sin embargo, es posible que Jorge haya decodificado más de lo que sugiere su confesión:
“Leo: ‘¿Por qué no negar al hijo engendrado más por curiosidad que por deseo? ¿Qué obligación de amar al nacido? Que carguen ellos con su vergüenza y no yo con su perdón’.
”Trato de imaginar qué lugar puedo hacerme yo en ese texto y no encuentro ninguno. Trato, también, de rechazar de plano todo lo que me vincule con esas letras impresas de su autor. La indignación me hace dar un respingo. Releo algunos pasajes: ha ido mucho más allá de los berrinches, ha construido un espacio en el que es imposible reconocer un límite. Abrió un desierto al que no se le ven fronteras, género del mal que ya no necesita ejercitarse en la agresión, porque se ha encerrado en un orbe en el que no cabe lo humano; un mundo narcisista, que se crea a sí mismo, que recorta toda relación, toda perspectiva, toda reunificación. Ha elegido mirar hacia el vacío, el grado cero de la esterilidad, producir donde no se produce ni se admite ningún defecto, porque reconocer un defecto supone ya admitir que existe alguna perfección: el grado cero de la esterilidad. Para llegar voluntariamente al desierto, Arón ha desandado su amor por Eligia y su trayectoria política rescatable de los años treinta.
”En su vínculo con estos dos temas cruciales —mujeres y política— existe una diferencia. Su agresión a lo femenino se apoyó sobre motivos egoístas. Como todos los hombres de su época se creía superior a cualquier otro en asuntos de mujeres, y desde muy joven se resentía con ellas por no ser el amante exclusivo de todas.
”Pero en el plano político, parecía bien encarrilado, altruista… ¿Por qué había concluido atacando todo aquello por lo que había luchado?
”Ya sin mucha lucidez, trato yo mismo de esbozar una explicación. Supongo que sus primeras embestidas se originaron en un resentimiento auténtico pero contradictorio con su clase. Al no encontrar en la política el freno de otra voz, como en el amor encontraba el freno de otro cuerpo, se abalanzó sobre los ideales con más ingenuidad que planes. Marchó preso y le pegaron. Conoció el odio; le gustó más que los ideales, y ya no se separó de él. […]
”La explicación no me convence mucho; cualquier otra me parecería también insuficiente. Entre el hombre que construía escuelitas y monumentos al amor de más de setenta metros de alto y el que arrojaba ácido a su amada, hay una evolución que no puedo entender. Mi fracaso por comprenderlo me ata a él.”[5]
Es posible que el único momento de la novela que esboza cierto aspecto confesional haya omitido por pudor, por dolor, por formación de sentidos o por cualquier otro motivo igualmente válido, la instancia de valoración de su padre. Una posibilidad existe, porque allí se expresa un refuerzo innecesario: “Yo despreciaba sus escritos, y me esforzaba por diferenciarme de él.”
Nota al pie
Jorge cierra su libro con la siguiente nota: “Originariamente, fui inscripto en el registro civil como Jorge Barón Biza (Registro Civil de Buenos Aires, 1067, 22 de mayo de 1942). Cada vez que mis padres se separaban, la conciencia feminista de mi madre exigía que se me agregase el Sabattini de su familia. Mi nombre actual es Jorge Barón Sabattini. No sé si “Jorge Barón Biza” debe ser considerado mi otro apellido, mi patronímico, mi seudónimo, mi nombre profesional, o un desafío. (J.B.B.)”
Si bien es claro que la figura de Jorge merece ser leída por sí misma[6], eso no descarta la posibilidad de que el hijo haya formulado una reconciliación que decide omitir: tal vez cueste verlo, justamente por la carencia de héroes. Preguntaba Raúl “¿Cómo considerarnos grandes, cómo no tener historia, cómo hacer plazas para nuestros niños, si no tenemos héroes?”. Entender que un traidor también puede ser un héroe que se rebela absurdamente por culpa de la fatalidad, del destino, o por su modo consciente de ver la existencia, podría disfrazarse con la publicación de un libro dedicado al reencuentro fallido con el traidor. O no. La vida no tiene que ser necesariamente una gran obra nacional. Sin embargo, nada impide que leamos sin pudor aquello que nos parezca más rebelde o revelador. Porque si elegimos leer a Raúl como un hijo de puta y a Jorge como un pobre tipo, posiblemente sólo lograremos que nuestra vida sea un poquito más absurda.



[1] RUIZ GUIÑAZÚ, Magdalena, Secretos de familia, Sudamericana, 2010.

[2] Op. Cit.

[3] Un intento de ‘restauración literaria’ de la obra de Raúl Barón Biza a cargo de Federico Minolfi en:  https://es.scribd.com/doc/180354421/BARON-BIZA-Un-Artista-Del-Odio

[4] Sentida recomendación sobre estos trabajos de Giordano: http://www.celarg.org/int/arch_publi/giordano13_14.pdf

[5] Eligia y Arón son los nombres que Jorge eligió para Clotilde y Raúl.

[6] Si a esta altura del partido sigue buscando la crítica literaria, no insista.


Ilustración por Julián Rodríguez F.Marzo/Abril 2015