Hacer de memoria

escribe Nicolás Piva ▹
Los pichiciegos de excusa para hablar de un fenómeno que consideramos tanto personal como colectivo.




Para cuando el segundo número de El Pez Digital amagaba con cerrar, la idea de esta nota era otra. Literatura y dictadura: censura, exilio, Viñas, Piglia, Fogwill, Doumec, Giardinelli, Gelman, Bayer, Bornemann, Rivera, Jitrik, Soriano. Ahora que nuestro querido editor me corre porque ya tendría que haber cerrado, me dispongo a hacer de memoria esta nota, que pretende inventar algunas trampas para explicar un fenómeno que considero (o espero, sea) tanto personal como colectivo.
El siglo XX en Argentina está marcado de dolor e injusticias: desde las represiones a los anarquistas de principio de siglo, hasta la seguidilla de dictaduras que se inicia en 1930; luego, el peronismo sumó lo suyo al cóctel, sin embargo, la nota intencionadamente pasa de largo esta recapitulación para amargarse por la aparición de un modelo neoliberal que se impuso con la doctrina sangrienta del terrorismo desde 1976. Represión, desaparición y apropiación de personas, persecución política, complicidad, terrorismo. Escribo y sé que no soy quien tiene que explicar estas cosas. Políticas de privatización; desregulación y apertura externa; empresas trasnacionales, monopolios. Achicar el Estado. Capitalism-mode: on. El bienestar económico y la sociedad de empate volteados a patadas, a falta de una ideología que no sea repugnante. Escribo para entender mi incomodidad; escribo para compartir un recuerdo que no tengo, una bronca que no está en mi cuerpo pero que me perturba hasta los huesos.
Alguien me preguntó alguna vez: ¿qué recordamos si ni siquiera habíamos nacido? ¿De qué memoria hablamos? En esta nota —que trato de hacer de memoria— sólo intento contestar estas preguntas. Para ayudar con el trabajo sólo quedó uno de todos los documentos que en un principio abarqué: Los pichiciegos, texto también hecho de memoria por Fogwill sobre el final de la presidencia de Galtieri, entre el once y el diecisiete de junio de 1982.
Hay treinta y un puchito de generaciones nacidas en democracia. No se puede explicar un dolor, pero hay un registro intangible del vacío: no del vacío, sino del vaciamiento, del plan intencionado de desarmar a un pueblo, de extirparle la identidad y no dejarlo crecer. Cuentos, fotos, videos, burocracia, burocracia perdida, investigaciones, juicios, militancia, testimonios, símbolos, instituciones, referentes. Hay un registro que es intangible pero que ha sobrevivido a las más violentas aberraciones: una verdad (o varias) que dialoga y confronta con el discurso institucional que se ha querido imponer. Es en esa conversación donde tenemos que intervenir: desde el más pequeño de los actos en comunidad, hasta la mayor de las discusiones teóricas se encuentran signadas, sino por la violencia militar, por el vaciamiento del modelo democrático que el innombrable nos regaló en los noventa. Es ahí donde deberíamos trabajar: hacer memoria es una herramienta de construcción, es rearmar una identidad como comunidad, que diluyeron en sangre.
Intervenimos porque es inevitable. Las discusiones que se libran en nombre de definir qué es lo verdadero muchas veces olvidan que esto último no es más que una construcción humana. Es por eso, justamente, que todos hacemos memoria: es el conjunto social el que reconstruye ese pasado, que mucho tiempo fue una edificación aún más infiel a la idea de correspondencia entre discurso y hechos. Intervenimos en tomar las incontables señales de un proceso lleno de dolor y resignificarlas infinitamente. Dentro de esta idea de saber colectivo, Fogwill me sirve de ejemplo. Los pichiciegos es la respuesta interna a un proceso que en siete días aparece expelida desde adentro. Cuenta la historia de un grupo de soldados argentinos, enviados por la dictadura militar a luchar a las Malvinas. Allí construyen y se esconden en un refugio subterráneo a esperar que la guerra termine para poder, de alguna manera, volver a sus casas. Pese a que Fogwill se hace el reticente, como Guadalupe Marando bien señala:
“Se trata de nosotros, de un instante en la historia compartida que da origen al relato y cuyo sentido preciso –o su sinsentido– el relato logra captar. Fogwill tal vez no lo sabe, pero sí su novela, menos reticente que él a la hora de admitir su deuda con la realidad sobre la que opera.”[En El Interpretador, Julio, 2006.]
Hay una deuda con la realidad sobre la que opera: Fogwill no propone ninguna falsedad, menos aún si se considera el pacto ficcional. Él no ha estado en Malvinas, los lectores tampoco y sin embargo existe algo que conecta esos mundos y hace que funcione. Esa correspondencia con la realidad no se da por su efectiva realización, sino por su posible realización: el texto, como supo decir Beatriz Sarlo, muestra una visión material de la guerra y genera un tipo de verdad, una verdad práctica como los personajes que la componen. Repito esto hasta el cansancio: sirve de ejemplo. El texto es una de las muchas herramientas de construcción, no porque sea verdad, sino porque condensa muchas de las inquietudes del momento, tanto de los que se quedaron, como los que fueron en esa guerra y al mismo tiempo deja un registro para los que heredamos (como parte de nuestra historia) ese contexto.  
“Pero pelear, pelear, en realidad, nadie sabía. El Ejército toma soldados buenos, les enseña más o menos a tirar, a correr, a limpiar el equipo, y con suerte les enseña a clavar bien la bayoneta, y viene la guerra y te enteras de que se pelea de noche, con radios, radar, miras infrarrojas y en el oscuro y que lo único que vos sabes hacer bien, que es correr, no se puede llevar a la práctica porque atrás tuyo, los de tu propio regimiento habían estado colocando minas a medida que avanzabas. Y las minas son lo peor que hay.” [p. 115]1
Última vez. No es difícil imaginar lo que cuenta un personaje, la falta de preparación, la problemática, el miedo. Me pregunto ¿por qué no es difícil? ¿Por qué si era tan fácil nos incursionamos en una guerra? ¿Por qué un diario titulaba “Euforia popular por la recuperación de las Malvinas”? No se podría poseer este conocimiento, no sin el trabajo de construcción de una memoria que la sociedad constituye en todos sus campos. Ya no me quedan ejemplos más claros ni ganas de repetirlo: la verdad es una construcción humana, pero atención a esto, porque también precisa algo de coherencia, que no siempre se da. Es por eso que pienso en los diarios de la época. Pienso en una cultura que sobrevive a pesar de los avatares y las contradicciones. Pienso en cada uno de los individuos con una crónica diferente de lo sucedido. Pienso, igualmente, en cómo algunos hechos que sobreviven en el conocimiento común son tan marcadamente terribles. Pienso, para explicar esto mismo, como diría nuestro querido Darío Sztajnszrajber (en franco uso de un eslogan prestado, cosa que tal vez  Fogwill apreciaría), en que no hay hechos, sólo interpretaciones.
Si es así, si seguimos esta línea, habrá que entender que existió y existe la puja por imponer un tipo de verdad, una verdad institucional de aquella época. La verdad impuesta, la verdad desde el poder, la verdad que nunca puede llegar a estatus de verdad porque no reúne más condiciones que su capacidad y voluntad para imponerla; porque le falta coherencia; porque ha sido burdamente manoseada. No hay violencia mayor que ésta, al menos en el plano ideológico. Tal vez todo esto sirva para entender cómo funciona el libro o cómo intenta trabajar esta nota. Eso mismo: cómo. Cómo trabaja esa trasmisión, cómo se la interpreta, cómo funciona la herencia de ese dolor en todos los órdenes. El resultado del proceso 1976-2001 es de proporciones incalculables. Digo hasta el 2001, no porque no entienda la diferencia circunstancial, sino porque es un llamado de advertencia: el neoliberalismo es portador de un esquema que fue sistemáticamente impuesto en América Latina, ya sea con procesos militares o con autoritarismos disfrazados de democracia, que se regocijaban pisoteando una sociedad violentada. Atentos, porque aún hoy esos poderes se dirimen. Atentos porque tenemos que sembrar algunas banderas todavía; porque nuestra democracia es chiquita e inexperta, por más que a veces se la dibuje de otra forma. Atentos porque todavía nos estamos curando, estamos buscando explicaciones, justicia. Todavía nos estamos buscando a nosotros mismos. Escucho a Carmen Cobo, una de las Madres de Plaza de Mayo, que reflexiona sobre cómo los alcances de la política neoliberal a veces resultan inabarcables, debido al daño que han hecho en todas partes: “o sea, que hay muchas cosas de las cuales no hemos hecho foco, tampoco para demostrar los alcances del horror: hasta dónde llegaban los alcances de ese horror” o a Delicia Mopardo explicando “el pueblo se acobardó. Los militares: ‘cuidado’, ‘no abrás la boca’. ‘Cuidado, mirá para allá, mirá para el otro lado’. Y eso se fue haciendo carne en la juventud”. Eso es la trasmisión: nuestra herencia no es otra cosa que violencia hasta en lo más chiquito de nuestra identidad. Lograr que el miedo se haga carne, y no sólo entonces, sino ahora también. Que el miedo se haga carne por herencia. Aunque también es entender, es un pasado —y presente— de lucha y de reconstrucción.
Y ahí Fogwill sigue figurando y yo lo llamo para que no parezca un capricho del autor:
“El miedo: el miedo no es igual. El miedo cambia. Hay miedos y miedos. Una cosa es el miedo a algo —a una patrulla que te puede cruzar, a una bala perdida— y otra distinta es el miedo de siempre, que está ahí, atrás de todo. Vas con ese miedo, natural, constante, repechando la cuesta, medio ahogado, sin aire, cargado de bidones y de bolsas y se aparece una patrulla, y encima del miedo que traes aparece otro miedo, un miedo fuerte pero chico, como un clavito que te entró en el medio de la lastimadura. Hay dos miedos: el miedo a algo, y el miedo al miedo, ese que siempre llevas y que nunca vas a poder sacarte desde el momento en que empezó. ”Despertarse con miedo y pensar que después vas a tener más miedo, es miedo doble: uno carga su miedo y espera que venga el otro, el del momento, para darse el gusto de sentir un alivio cuando ese miedo chico —a un bombardeo, a una patrulla— pase, porque esos siempre pasan, y el otro miedo no, nunca pasa, se queda.” [pp. 94]
No puedo decir que perdí un poco el eje porque no me di tiempo y estoy cerrando la nota. Sí creo importante dejar en claro que cualquier otro enfoque (de los muchísimos posibles) fue reemplazado por este porque creo que es, fundamentalmente, el que aún subyace a medio tratar. Sin embargo, esto no significa que no se ponderen reivindicaciones históricas u otras problemáticas actuales. Tratamos de reconstruir una memoria porque es lo que le debemos a nuestro contexto; a partir de ahí, las banderas son infinitas: Memoria, Verdad, Justicia; Basta de violencia institucional; Reconstrucción de la democracia en todas sus formas, sin que el aparato estatal se haga el zonzo; Juicio y Castigo; Respeto por una lucha que no puede ser ajena porque mueve la fibra sensible de cualquiera. Basta de desaparecidos en democracia. Basta de represión. Basta de impunidad. Basta de presos políticos. Aparición con vida, Juicio y Castigo… Todo sale desordenado. Lo último que me pregunto es por qué Los pichiciegos se libró de que lo rajara con el resto.
“—¡Qué hambre! —dijo uno.
”—¡Con qué ganas me comería un pichiciego! –dijo el santiagueño.
”Y a todos les produjo risa porque nadie sabía qué era un pichiciego.
”—¿Qué...? ¿Nunca comieron pichiciegos...? —averiguaba el santiagueño—. Allí — preguntaba a todos— ¿no comen pichiciegos?
”Había porteños, formoseños, bahienses, sanjuaninos: nadie había oído hablar del pichiciego. El santiagueño les contó:
”—El pichi es un bicho que vive abajo de la tierra. Hace cuevas. Tiene cáscara dura —una caparazón— y no ve. Anda de noche. Vos lo agarras, lo das vuelta, y nunca sabe enderezarse, se queda pataleando panza arriba. ¡Es rico, más rico que la vizcacha!
”—¿Cómo de grande?
”—Así— dijo el santiagueño, pero nadie veía. Debió explicar—: como una vizcacha, hay más chicos, hay más grandes. ¡Crecen con la edad! la carne es rica, más rica que la vizcacha, es blanca. Como el pavo de blanca.
”—Es la mulita —cantó alguien.” [pp. 26-27]
Los mismos tipos que están hablando, los que no saben qué es un pichiciego, son pichiciegos y aún así no hay un concepto común; luego, el diálogo se extiende y con el tiempo se forma una identidad: se vuelven «pichis». Creo que este libro refleja otras cosas que a veces no muestra en primer plano. Es una visión material posible de esta guerra, sin embargo, hay algo más que subyace en el texto. Son tipos que se escondieron debajo de la tierra: así los empujó el frío, el miedo, la falta de interés en esa guerra con la que ya no quieren saber nada.
“Cosa rara, había aparecido el sol y se adivinaban el pasto verde y las casitas inglesas, lejos. ‘Esto es de ellos’, pensó. ‘Esto es para ellos.’ Había que ser inglés, o como inglés, para meterse allí a morir de frío habiendo la Argentina tan grande y tan linda siempre con sol.» [pag. 69]
Son tipos que muchas veces no entienden del todo lo que sucede. Viven en la oscuridad. Sobreviven como pueden en ese contexto adverso. Esta novela tiene un subtítulo que también se escondió con el tiempo: visiones de una batalla subterránea. Fogwill se hace el desentendido pero es una parte importante del aparataje cultural en que se traduce, muchas veces, este proceso: el dolor de esos años hoy se ve en fotos, cartas, poemas, películas, documentales, cuadros, ceremonias, infinitas formas que fueron interpretando lo sucedido. Esto también es importante: ese caudal inmenso de producción cultural no tiene una intención oculta, no es un plan sistemático para vaciar de contenido, no es una conspiración para transformar las luchas, que hasta hoy se sostienen, en algo superficial. Entiendo que por eso esta novela está incluida acá, porque me sirve de excusa para no ser tan denso, porque creo que refleja una gran parte de este proceso.
Escribo este texto haciendo memoria: no se trata de empatizar con los militantes de ninguna época, no se trata de victimizar, sino de hacerse cargo; aceptar la herencia y no darle la espalda a una lucha que no puede invisibilizarse. ¿Por qué no hacer memoria? ¿Qué es la memoria, sino el resultado de un proceso colectivo? No es taxativo el resultado, no es único. Hacer memoria es un proceso que no tiene un final determinado; lo que sabemos es que dejar de hacerlo es perder identidad, es escribir una historia de impunidad, de olvido. Hoy hacemos memoria como todos los días: con las reivindicaciones de siempre y las que van surgiendo, que no son menos legítimas, sino que el dolor hizo que escondieran la cabeza debajo de la tierra; y digo como todos los días, porque el daño es tal que cualquier paso mínimo que se dé para recuperar nuestra identidad, para respetarnos y aceptarnos como comunidad es un avance, un camino, una reivindicación.

24-25 de Marzo de 2014



1. Todas las citas del texto son de: FOGWILL, Rodolfo Enrique, Los pichiciegos, Interzona Editora, Buenos Aires, 2012.

Ilustración por Julián Rodríguez F.Abril 2014