Yo leí Cartas Marcadas y me gustó

escribe Nicolás Piva ▹
Cartas Marcadas es el proyecto de primera novela más arriesgado que algún autor haya aportado en mucho tiempo al panorama actual de la literatura argentina y esta nota, que llega con dos años de atraso, no elimina la proposición anterior.



 Yo leí Cartas Marcadas y me gustó1

            Escribir sobre Alejandro Dolina para tirarle flores es demasiado fácil, por no destacar lo ridículo del asunto, mucho más si se considera la posibilidad de que este señor tenga suficientes en su casa como para nombrar un barrio. Tal vez más interesante —por lo menos para el redactor— es el intento de emparejar a los lectores del mismo Dolina con aquellos entrañables desafortunados que lean el siguiente texto (sin pretensiones excluyentes sobre el orden en que lean ambos textos, por supuesto). Cartas Marcadas es el proyecto de primera novela más arriesgado que algún autor haya aportado en mucho tiempo al panorama actual de la literatura argentina y esta nota, que llega con dos años de atraso, no elimina la proposición anterior. Advertencias al lector: 1. si no leyó la novela y el título de la nota no lo persuade a hacerlo, se espera que esta advertencia sí: pídaselo a su vecina y léalo; 2. por más que se intente arruinar la trama o cosas similares que, usted, comprometido lector, teme, no se preocupe porque la novela no lo permite, por lo tanto puede continuar leyendo con total tranquilidad.
            Con la estructura básica de 108 capítulos (dos mazos de cartas francesas íntegros y debidamente mezclados) Cartas Marcadas constituye una gran apuesta. Allí, el autor juega lo conocido y lo nuevo de su estilo, que en estas páginas se presenta de forma oculta; por su parte, los personajes apuestan su autenticidad, que es todo lo que les queda; y por último, los lectores aportan al juego, a veces sin darse cuenta, una mezcla de fe, conocimientos, tiempo e, incluso, hay algunos que dejan un pedacito de su alma. La novela ataca permanentemente y exige un compromiso dentro del pacto de lectura: los lectores que intenten seguirla linealmente se verán ahogados en un vaso de agua. Ahora bien, dentro de esta apuesta, las jugadas son muchas más de las que este artículo puede abarcar y se limitará a revelar algunas que parecen imprescindibles a la hora de recomendar2 dicho libro. En primer lugar, se revelará al lector que indefectiblemente el texto lo ha incluido como parte del juego: la novela oculta sus intenciones de someter al lector, quien sin darse cuenta se encontrará inmerso en el elige tu propia aventura más complejo jamás escrito; luego se analizarán las trasgresiones que el autor realiza para embaucar a sus lectores; y por último se brindará, porque nunca está de más.
      En principio hay que pensar que se trata de un libro donde se busca otro libro, este último de características imposibles: los personajes escudriñan el universo infinito de una trama rebuscada para encontrar un libro que posee demasiados nombres, que ha sobrevivido al tiempo y a las modificaciones, que oculta todo tipo de secretos, o ninguno, y que sufre el ataque de un grupo de conspiradores que tachan, roban y falsifican capítulos. A partir de este punto se podrá luego pensar en las distintas propuestas del argumento o la complejidad de los personajes. Sin embargo, es más interesante analizar cómo se duplica esa incertidumbre que los protagonistas padecen durante su búsqueda. La duplicación se da cuando el problema es trasladado también a los lectores, con la simpleza de una nota al pie que declara: «En realidad, esa tarea de degradación del texto se extiende también a esta novela (nota de los conspiradores).»[pág. 18] y luego, a medida que la lectura avanza, queda explicitada esta duplicación dentro del universo del lector: la novela es también la que presenta tachaduras y capítulos robados o falsificados. Más adelante los problemas se complejizan. A medida que los capítulos avanzan, se configuran los personajes, quienes se encuentran ocultos por la niebla, elemento fundamental que atraviesa toda la novela. El barrio de Flores se dispone cubierto por una niebla que llega hasta sus límites; y esa misma niebla, como profesa un texto disfrazado de contratapa «[…] se tiende también sobre los capítulos de la novela provocando confusiones y obligándonos a marchar despacio». [Contratapa] Los límites de la novela se vuelven imprecisos y son los lectores los que marchan despacio. No hay vuelta atrás: son (somos) parte del juego y no se han dado cuenta, porque caen en las trampas de la narración e intentan descifrar esas vaguedades que irán complejizándose. El formato elige tu propia aventura se ha puesto en marcha y no es posible detectarlo por la densidad del ambiente.
Un ejemplo claro de esta artimaña que distrae a los lectores se ve en el personaje anónimo que hace su aparición en el tercer capítulo, una adolescente que se adentra en la bruma de un puerto. La escena constituye un comienzo clásico, representa un clima que los capítulos anteriores no poseen y es por ello que mueve de su eje al lector, el cual se olvida que la novela comenzó capítulos atrás (o incluso desde que la novela llegó a sus manos). Los diálogos obligan a concentrarse en esa adolescente que se mete en la boca del lobo: «¿Le gustan los juegos de prendas? Es muy fácil, usted se quita la ropa y nosotros la manoseamos». [pág. 22] Hay una narración tradicional que se gana el lugar. Este recurso se repite otras veces, la configuración de espacios cinematográficos y de diálogos en clave humorística provocan al lector que se adentra en las peripecias del argumento y se olvida de su propia participación dentro de la trama.
Llegado este punto es necesario el interrogante: ¿cómo es posible que la novela se configure como un caso de elige tu propia aventura si los lectores no logran saberlo? ¿Dónde está la elección? Se advierte que la respuesta puede sonar forzada y que todo lo dicho es empalagoso: el lector elige, como primera medida, seguir para adelante. No es un texto que avance a pasos agigantados, debido a las digresiones que posee y al carácter ocultista del mismo: es el lector el que debe ir descubriendo distintas formas de leer las señales que se van dando. Elige avanzar y retroceder; descubrir los recovecos de la trama; la profundidad o el desenvolvimiento de los personajes; encontrar los elementos paratextuales que son importantes; o comparar los capítulos para comprobar su veracidad o falsedad, como si esa distinción fuese posible. Compenetrarse con los distintos niveles de lectura que la novela propone es parte de una aventura que uno va eligiendo. El autor increpa a quien se anima a leer: cambia el estilo, deja en suspenso partes importantes de la trama sin perder la coherencia, parodia géneros y hace pequeños homenajes; ataca conociendo los riesgos, arriesga todo su estilo en esta apuesta y los lectores que elijan seguir no quedarán decepcionados. Al mismo tiempo, si bien es cierto que el lector puede perderse en el camino con las trampas que el texto genera, no significa que haya perdido su apuesta, ya que es probable que todo esto sea una equivocación y que el autor haya decidido, como su personaje Marco Ferenzky, burlarse de las intuiciones y decir que acaso «cualquier libro aspira, por acumulación de argumentos, a demostrar que vivir tiene sentido […]» [pág. 19] y todo lo anterior no es más que una excusa.
No hace falta ser un genio para darse cuenta de que a esta nota le sobran palabras. El lector ya sabe lo que tiene que saber: el libro es un juego donde las cartas están repartidas pero donde no existen las reglas. La metáfora es tan clara que no es una metáfora sino una advertencia a quienes se enfrentan con el texto. Considerar lo anteriormente expuesto facilita el trabajo de distinguir los mecanismos donde se enreda a los lectores, debido a que existe un hilo conductor. El misterio, la incertidumbre, las confusiones, los engaños se replican de distintas maneras: la estructura —como se ha visto— se encuentra trasgredida por los conspiradores, los escenarios están cubiertos por la niebla y, ahora podemos agregar, los personajes se encuentran envueltos en disfraces de cualquier tipo. Algunos de ellos aparecen y desaparecen, otros tienen pasiones ocultas; aparecen, también, los que simulan importancia y no la tienen. Entre todo esto, es curiosa la aparición de viejos conocidos personajes del autor que llegan llenos de contradicciones con ellos mismos: Manuel Mandeb, el polígrafo de Flores, el ruso Salzman, el poeta Jorge Allen y el músico Ives Castagnino aparecen como vestigios de una poética que se extiende hasta estas páginas y que se reformula constantemente. El escepticismo y la nostalgia son características fundamentales de estos personajes, quienes, a su vez, manejan una moral propia que se ve cuestionada permanentemente. Por otra parte —y entrando en contradicción, justamente— la superstición, la magia y los mitos de cualquier índole adquieren la mayor relevancia en el mismo momento en que son enunciados: instituciones enteras se dedican al rubro y la novela no las expulsa jamás; desde el mismísimo diablo hasta las brujas que tiran cartas en la plaza son autoridad en este libro.
 Sin embargo, el mayor de los trucos que se suma a la colección de incertidumbres no se dirige al mundo de la novela sino al de las distintas redes de lectura que se propone el lector. Como se ha dicho, los lectores eligen su propia aventura, pero en este contexto colmado de dudas, las elecciones adoptan una significación diferente, vuelven al modelo de apuesta que se comentaba en el principio de esta nota. Ese elegir avanzar, ese compromiso con las distintas lecturas se vuelve una forma de lectura distinta porque el lector pone algo suyo en juego, su elección. Nosotros, lectores, leemos las trampas, a medida que el argumento avanza, como el fracaso de nuestras elecciones y nos vemos en la necesidad de repensar nuestra perspectiva. Elegimos avanzar y el libro nos atrapa, al tiempo en que exige una nueva elección. Algún señor en Rusia pensará en formas de singularización; otros en Francia se arrancarán los pelos describiendo objetos hasta hacerlos cambiar su significado; en este caso, la ruptura la dan el misterio y la duda, que son llevados hasta extremos impensados. El libro exige una nueva elección hasta quebrar al lector: existe un punto en la novela en que los lectores deben ceder: finalmente no es el resultado lo que interesa sino la noción de posibilidad ilimitada que el texto ofrece. De esta manera, el lector elige ceder, disfruta las trampas, analiza los juegos del texto e intenta descifrar los misterios de un argumento rico en vicisitudes de todo tipo.
A modo de conclusión, y para saldar las deudas de aquello prometido, si bien es demasiado fácil escribir sobre Alejandro Dolina para tirarle flores, es necesario resaltar el valor y la complejidad de una primera novela colmada de recursos y sorpresas que se inscribe de un modo particular dentro de la literatura argentina actual. Sería injusto pasar por alto el trabajo que se genera en esta novela: los episodios corresponden con un modo de narrar donde forma y contenido se contraponen con equidad. Es decir, trabaja con historias en un contexto que muchas veces las resigna: el suspenso de la historia se traslada a una estructura donde cada episodio consta de una función compositiva compleja y completa. Al mismo tiempo, es un primer trabajo dentro del género que no se aleja de un criterio estético: si hay algo que pueda afirmarse es que Dolina no amarretea recursos ni cede en los criterios que propone. Es así como construye un trabajo que mira la propuesta actual y decide contar una historia que trabaje en simultáneo sobre otros resortes, con un sostén poético; ese sostén es el que nos revela que Dolina es un lector de sí mismo. Alguno de sus personajes lo clarifica de mejor manera en uno de los diálogos:

«[…] he pensado que usted era la única persona que podía comprender que la exactitud histórica es un escrúpulo vano. […] Detesto esos relatos o esas películas en las que uno pierde horas y días esperando la resolución de un conflicto binario. La moneda está en el aire y la cara o la cruz no cambian ningún discurso. Usted me preguntará, ¿y entonces qué quiere que escriba? Escriba lo que hay detrás, lo que siempre es verdad, el sostén poético. Bajo la insípida sucesión de hechos de un relato hay una conexión de almas: el que cuenta y el que oye, el que escribe y el que lee pueden encontrarse allí donde hay un juicio sobre la condición humana. Lo demás es hojarasca. Ni siquiera estoy seguro, como ya le debo haber dicho, de que existan los hechos como tales. Tal vez sólo existe el subrayado del narrador. […]». [pág.515]   

Sin más que agregar, el redactor (yo) elige (elijo) ceder y brindar por Dolina, porque para difícil hay cosas más aburridas y, tal vez, menos enriquecedoras. Leí Cartas Marcadas y me gustó. Sugiero que el lector se desentienda de todo lo leído y preste atención únicamente a la oración anterior.


1. Referencia .
2. El redactor insiste: esto no es más que una recomendación a consciencia; aquellos papanatas que creyeron que el despliegue de teoría literaria estaba cerca, apaguen sus computadoras y corran a leer el libro.
Ilustración por Julián Rodríguez F.Marzo 2014