París: el primer mundo

escribe Antonio Doval ▹
Este verano estuve en París. No subí a la torre pero sí caminé bastante, y conocí muchos lugares hermosos. Paseando también me perdí un montón y en el camino me encontré con muchas sorpresas: huertas comunitarias, centros culturales y talleres participativos de reparación de bicicletas.



Este verano estuve en París, con mucho tiempo y poca plata. Y quería conocer la ciudad. No dejé de recorrer museos y monumentos, pero no esperaba conseguir mi objetivo entre turistas chinos y vendedores de suvenires. ¿Qué es entonces conocer una ciudad? No tengo la más remota idea, pero eso es lo que menos importa. Lo que sí puedo decir es qué conocí tratando de conocer: me quedé con dos sensaciones opuestas. Por un lado, lo familiar de sentirme en una ciudad estando acostumbrado a la vida citadina. Tuve la suerte de no haber parado en hoteles sino en edificios reales con franceses reales (muchos realmente antipáticos) y de haber tenido el tiempo de caminar por los distintos barrios y distritos. Tiempo de conocer las caras y las calles, el aire que se respira en los subterráneos y el sabor del café con pain au chocolat. Hay algo que se siente de un momento a otro y se escapa a las palabras: es la sensación de ciudad. Y de pronto estaba en Buenos Aires. Un barrio lejano, distinto, donde hablaban en otro idioma, sí, pero estoy seguro; estoy en el mismo lugar, podía tararear una milonga y que el aire la acompañe, podía mirar un colectivo que pasa y ver un bondi, sentir que el metro es subte y que el tranvía… ejem, bueno… Pero pronto viene otra sensación. La otredad. Y claro, estaba en Europa y allá en la plaza no están pidiendo aumento para los maestros, piden la liberación de un preso político kurdo en Turquía. Mirá vo, che.
Lo que conocí tratando de conocer es entonces esa sensación de extrañeza en lo similar, eso que te genera meterte a un subte igual de repleto de gente en hora pico pero que al mismo tiempo llega rapidísimo y tiene un mapa que parece una maldita tela de araña. 
Un poquito caminando y otro poquitito a pie, gracias a la perseverancia y la buena suerte, pude encontrar varios lugares que me resultaron entonces tan familiares como extranjeros. Desde hace un tiempo ya que acá en la París de América arreglo mi bici y comparto sábados cada tanto en La Bicicueva de la Biblioteca Popular de Barracas, y hace poco más de un mes conocí la Huerta comunitaria y orgánica de Saavedra, por suerte antes del incendio de este febrero. Huertas y talleres de bicis entonces hay acá y allá, pero así como los extremos se tocan, lo que puede parecer igual es muchas veces bastante distinto.
Un día que había salido de visitar la tumba de Jim Morrison en el cementerio Père Lachaise y paseaba por las calles del XXe arrondissement (distrito veinte), me metí por un pasaje muy lindo y me encontré con lo que parecía un lote baldío bastante grande pero lleno de cajones y bolsas y todo tipo de otras cosas que funcionaban de macetas para una especie de huerta enorme. El lugar estaba enrejado y la puerta tenía candado, así que me quedé un rato mirando desde afuera, trepándome a la reja para tratar de sacar alguna linda foto, cuando apareció un muchacho (en bici, claro) que al verme interesado me dijo que justo venía a buscar unas lechugas y me preguntó si no quería sacar alguna foto desde adentro. Aproveché entonces para charlarle un poco sobre el lugar, hablando yo en inglés-unpocodefrancés y él en francés-unpocodeinglés. (No le pregunté el nombre pero ponele que se llamaba algo así como Pierre). Resulta que en aquel lugar había habido una fábrica y la habían tirado abajo “para hacer un edificio muy grande”, pero a los vecinos no les había gustado mucho la idea y habían impedido la construcción y conseguido que la municipalidad les cediera por tres años el espacio para hacer un jardin partagé (jardín comunitario). Ese era uno de los más grandes de los muchos que nacieron en París a partir del 2001 (por supuesto, la fecha no es casual), cuando el gobierno de la ciudad volvió a ser de izquierda por primera vez desde la comuna de 1871 (!). Pierre, de treinta y pico de años, me mostró un poco lo que había plantado (de todo, era enorme), y me contó que funcionaban a través de una organización a la que había que asociarse para participar y recibir una copia de la llave, lo que implicaba un aporte de €50 anuales. Además, tenían un pequeño sector común donde, por ejemplo, Pierre estaba empezando a construir un acuario (¡posta!), aunque la mayor parte del lugar estaba dividido en parcelas individuales donde cada quién se encargaba de lo suyo.
Unos días más tarde estaba otra vez paseando cuando encontré, a unas dos cuadras de la Plaza de la Bastilla, un balcón con una bicicleta muy linda colgada del lado de afuera. Me acerqué y me enteré por unos cartelitos en la puerta de que era el Atelier Vélorution, un taller participativo de reparación y construcción de bicicletas.En la puerta había afiches convocando a encuentros y masas críticas, un papelito que explicaba lo que era el lugar y sus horarios de apertura, y otro que decía que estaban cerrados por vacaciones y que abrían tal día. Tal día decidí acercarme muy tímidamente, armado sólo con mi cámara de fotos y mi esperanza de que alguien me entendiera cuando hablaba, pero me encontré con tres o cuatro personas en el taller, una de las cuales me dijo en francés que todavía tenían que ordenar unas cosas pero que volviera el próximo domingo, que iba a estar abierto y lleno de gente. Eso hice, y efectivamente esta vez el lugar estaba abarrotado de ciclistas con todo tipo de problemas y soluciones: por lo menos unos diez atendiendo bicis afuera y otros veinte adentro, más unas cuantas personas que ayudaban acá y allá al resto. A pesar de la cantidad de gente y lo limitado del espacio el lugar estaba muy ordenado y limpio, lleno de partes y herramientas de todos los tipos y colores. Cuando me armé de valor y finalmente pregunté -en un francés muy pobre- si alguien podía contarme más o menos algo del lugar, tuve la suerte de que me contestara Jonathan, un estadounidense residente en París desde hacía tres años que al verme sufrir con el idioma me sugirió, por suerte, hablar en inglés. Me dijo que si quería saber bien tenía que hablar con Orelian, que había estado desde el principio y conocía la historia mejor que nadie. Orelian estaba del lado de adentro, de pelo largo atado y paseando de acá para allá con su mono verde cual maestro bicicletero frente a sus aprendices. Con mirada severa y de brazos cruzados iba viendo lo que hacía cada uno, parando a veces a mirar a alguno que sacaba una rueda o ajustaba unos frenos, y por supuesto dando una mano a los que lo necesitaban. Cuando me pareció que no estaba ocupado finalmente me presenté. Por suerte también él -aunque parisino- hablaba algo de inglés, así que nos pudimos comunicar bastante bien. Me contó que el taller antes había estado en un espacio ocupadoy tras ser desalojados habían funcionado como taller ambulante por un tiempo. El espacio que ocupaban entonces había sido una especie de taller abandonado actualmente propiedad de la municipalidad de París, la que hacía dos años les había cedido el espacio junto a otras dos entidades (que usaban parte del lugar como depósito de nosequecosa). Además, la municipalidad les daba libre acceso al “cementerio de bicis” de la ciudad, de donde el atelier recibía la mayoría de sus partes. Ya entonces distintas voces empezaron a reclamar la ayuda de Orelian, por lo que decidí dejarlo tranquilo y salí afuera para hablar un poco más con Jonathan, que estaba sobre la vereda arreglando algo de su bici. Mientras trabajaba me contó que si bien pueden prestarte ayuda o partes si te quedaste a pata o lo necesitás urgentemente, el funcionamiento del taller requiere, al igual que en el jardín del XXe, asociarse. Eso implica una cuota de (por lo menos) €10 por año, y se recibe un carnet con un número de asociado que permite el libre acceso a herramientas y partes. Jonathan, que es miembro hace un año, me comentó que contaban con alrededor de 3000 asociados. Antes había participado en otros talleres en otras ciudades de Francia y uno en su ciudad natal, Mineápolis. Me sugirió entonces que me acercara a otro taller, no muy lejos, donde también me recibirían con gusto.
El taller quedaba en Le Stendhal, un espacio cultural ocupado y autogestionado a pocas cuadras del jardín partagé que había conocido hacía unos días. Ya era de noche para cuando llegué, aunque por suerte esta vez me acompañaba mi hermano, que tiene un poco más de idea de francés y me iba traduciendo cuando yo no entendía y lo miraba desconcertado. Había bastante menos gente en este lugar, alrededor de siete personas: dos o tres arreglando bicis y el resto acompañando nada más. En la puerta había un muñeco enorme dando la bienvenida, una especie de monstruo de Frankenstein bicicletero y muy simpático. Al entrar al lugar, sobre una pared del zaguán, entre partes de bicicleta, ropa, maderas y otras cosas, había varias pilas de libros (la biblioteca, según nos contaron después) y al fondo de todo eso se veía el taller. Nos recibió cálidamente Manuel, un zaragozeño muy simpático que iba recién por tercera vez para arreglar su bici. Amablemente se ofreció a mostrarnos el lugar, que contaba con un cuarto con un pequeño escenario para bandas, una cocina donde hacían y vendían crêpes al púbico, un cuartito dedicado enteramente a una abundante gratiferia y una habitación donde vivían algunos de los integrantes del colectivo. La organización, según nos contó Amélie –otra participante activa-, era asamblearia y no conformaba ninguna institución formal; el espacio también había sido previamente propiedad de la municipalidad y ocupado algunos años atrás. Tanto el taller de bicis como el resto del espacio funcionaban de manera abierta, sin asociación o cuota alguna, con herramientas y partes donadas, muchas justamente por el atelier de la bastilla.
Por  último visité, unos días antes de volver, un pequeño jardin partagé ubicado en la parte de atrás del Marché des Enfants Rouges, cerca de la Place de la République. Estaba gestionado por un grupo de señoras, todas muy amables también. Nos recibieron a mi hermano, mi madre y a mí y nos contaron que antes había sido un terrenito vacío (como siempre, propiedad de la municipalidad), donde se acumulaba basura y botellas, y que lo habían convertido, más tarde, en plaza con jardín comunitario por iniciativa de los vecinos. Por lo humilde del espacio, no hay roles o tareas fijas y al terminar la cosecha invitan siempre a todos los vecinos a disfrutar de un rico guiso comunitario.
Acá está entonces lo propio y lo ajeno. Lo parecido y lo diferente, en los mismos lugares, en los mismos espacios; los opuestos en lucha. Acá y allá hay huertas comunitarias y talleres de ciclomecánica, acá y allá hay “playas” ciudadanas y red de bicicletas públicas, tiendas de Rolex e indigentes, acá y allá hay buenos y malos. Mientras acá y allá la gente quiere huertas, allá el gobierno las banca y promueve, allá generalmente se parcelan y se paga alquiler; acá huertas y talleres se mantienen a puro pulmón de la gente, no sólo sin apoyo del gobierno, sino muchas veces con el gobierno en su contra, acá es para todos todo. Cada región y cada caso tiene sus propios debates y luchas internas, pero lo que es seguro es que desde los albores del tercer milenio, en todas partes del mundo se forman y propagan espacios de comunidad como estos y tantos otros, donde poco a poco crecen y se reconstruyen los lazos sociales y afectivos debilitados por largos y duros años de neoliberalismo e individualismo.

Fotografía por Antonio DovalMarzo 2014